Mesa de operaciones
Sus caras lo reflejan: algo les preocupa y no
sé qué es, pero tiene que ver conmigo. Entre gritos, se mueven violentamente y
se intercambian consejos sin encontrar la receta idónea. Yo, mientras, tumbado
boca arriba, estoy a su merced, zarandeado por mi destino. Berreo cuando agitan
mis piernas, que siento sin control. Me tranquilizan con términos que no
comprendo y con fingidas sonrisas que no me apaciguan. Por fin, veo que encauzan
sus acciones con algo de sentido, como si hubieran recordado el objetivo que
nos ha llevado a esta mesa de operaciones. Con agilidad, lanzan a la papelera
lo que sobra de mi cuerpo y, ahora sí, como si de un sucio gusano se tratase, empiezan
a convertirme en una estilizada mariposa. Sus caras, ya relajadas, convienen en
darme el alta, sin más medicina que un atadijo que la anciana llama gasa y que,
presiento, pronto mi estómago volverá a ensuciar abundantemente.
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