ANQUISES
Fue su padre quien la acostumbró a beber Martini con fresas, sujetando la copa ípsilon con la sutileza de un Apolo. Fue también su padre quien insistió en llamarla Irene. Por su madre, hubiera sido Crescencia o Cástula, pero él insistió en atenuar el árido castellano del -ejo final de su apellido, tan opuesto a la dulzura que Valle susurraba en la primera parte. Fue su padre, el primero que puso entre sus manos aquel libro escrito por un ciego sobre Cíclopes, lestrigones y magas que convertían en cerdos a tripulaciones enteras. Por eso, ahora, pasados los años, al coger de su cama las ruinas doloridas del cuerpo de su padre y sentarlo en la silla de ruedas, ella pensaba en Anquises. Cansada, se sentía como Eneas, queriendo salvar al venerable anciano de las llamas y trasladarlo, a través de procelosos mares, a una nueva Roma donde fundar una gloriosa e inmortal estirpe de emperadores.
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