ETERNIDAD
En nuestros últimos encuentros, mi madre hablaba esperanzada de la inmortalidad del alma. Ella creía que somos trascendentes y que nadie abandona definitivamente esta existencia. Ante mi angustiado pesimismo, me prometió enviarme una señal de pervivencia una vez hubiera cruzado el triste Aqueronte. Semanas después, cuando el dolor de su pérdida me permitió volver a la casa familiar, hallé sobre un rimero de libros una nota manuscrita: “En el jardín, debajo del almez, encontrarás la prueba que tanto anhelas”. Bajo el árbol umbroso, donde el mismo pinzón de siempre picoteaba eternamente los inagotables insectos, desenterré una cajita de blanca madera de arce. Al abrirla, se materializaron los ojos de mi madre. Atónita, busqué su boca, su barbilla, el arco de sus cejas… Allí dentro estaba su viva imagen contemplándome. El espejo, adherido al fondo de la caja de arce, confirmó que ella seguía viviendo en mí, que habíamos vencido juntas a la muerte.
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