LA EDAD DE LA INOCENCIA
Le llamábamos “El Martini” porque estaba buenísimo. Una insólita conjunción astral provocó que se fijara en mí y me invitara al cine. Fuimos a ver “El último tango en París”, del maestro Bertolucci, (que por fin estrenaban en España). En la oscuridad de la sala, mientras yo analizaba la crisis autodestructiva del protagonista, símbolo de una burguesía decadente, “El Martini” emprendió una expansión desproporcionada de sus miembros. Se abalanzó sobre mí, aprisionándome como un calamar gigante de las profundidades. Me levanté indignada y escapé del cine dejando que aquel impresentable disfrutara del film en solitario. Después conté a mis amigas que su falta de respeto hacia el cine de autor había precipitado nuestra ruptura. Ellas aplaudieron mi decisión con una chispa de regocijo en sus miradas. Fui coherente, sin duda, pero a veces, al recordar aquellos días de vino y rosas, me arrepiento de no haber saboreado las fresas salvajes que un destino propicio me sirvió en bandeja de plata.
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