ADIÓS, MUÑECA
Aquella rubia llamaba la atención más que una araña en una tarta de nata. Me senté a su lado, en la barra del “Fresa’s”, un garito de Chinatown donde malgastaba los días de asueto machacándome el hígado con amarga delectación. La invite a todos los Martinis que quiso y pudo tomar, porque me gustaban sus labios entreabiertos cargados de promesas y el juego de sus manos descansando levemente en mis rodillas. Cuando le propuse compartir lo que quedaba de noche en un hotel, se quitó un guante y me enseñó el anillo de compromiso que adornaba su dedo y su futuro. No me gustan esa clase de problemas. Se marchó sola, contoneándose, embutida en terciopelo azul. Ni siquiera se volvió para mirarme y rubricar con un guiño el melancólico instante de la despedida.Sentí una punzada dolorosa y me llevé la mano al pecho. Entonces comprobé, sobrecogido, que aquella rubia fatal me había robado el corazón y la cartera.
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