Desde esta plaza
abandonada, sientes como un ancestral privilegio la contemplación de la luna.
Imaginas una historia para cada cráter, fantaseas sobre sus desiertos y dunas,
que se mueven, se buscan, se entrechocan tintineantes como gotas de leche
materna cristalizada, colgadas como cuentas de un vestido en un glacial fin de
año.
No, esas dunas son en
realidad los restos del científico Eugene Shoemaker, que no pudo ser astronauta
a causa de una enfermedad, pero pudo cumplir su sueño de perderse entre las hendiduras
de los asteroides cuando murió y la NASA decidió honrar su memoria lanzando la sonda
Prospector, que liberaría sobre la superficie lunar, mediante impacto, una
cápsula con parte de sus cenizas.
Ah, me pregunto qué
lastimero canto entonarían, en los campamentos de Sonora, entre mezquites y
pitayas, los indios seris -en su lengua aislada, “los hombres de arena”-, al
ver el suelo de la divina luna desacralizado por la muerte.
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